LA SOCIALIZACIÓN
A tratar el tema de la cultura hemos indicado las bases biológicas sobre las que opera, hemos también explicado cómo la cultura creada por nuestra especie supera las bases biológicas estableciendo formas muy complejas de comprensión y adaptación al medio físico, generando un entorno distinto, el entorno social, que posee sistemas propios de organización y estructuración de las relaciones.
Si nos centramos en los aspectos más básicos de tales sociedades encontraremos rasgos comunes, básicos, de la sociabilidad, a los que aludíamos al hablar de los universales culturales, tales características, seguramente de origen genético, no deben, sin embargo, alejarnos de la idea de variedad y diversidad. Somos producto de nuestros genes pero en mayor medida de nuestra cultura.
De hecho el ser humano al nacer lo hace en un estado de gran desvalimiento, su cerebro y su información instintiva no son suficientes para garantizar su supervivencia más allá de estadios muy ‘primitivos’.
La raza humana cuenta con una ventaja, una condición que le facilita enormemente la adaptación al entorno: la capacidad de aprendizaje, nuestro cerebro es capaz de ‘alimentarse’ de la experiencia y de los conocimientos que le transmiten sus congéneres, así como de comunicar toda esa información.
Llamamos socialización justamente al proceso mediante el cual se transmite la cultura, este proceso es especialmente relevante en la infancia; el bebé, indefenso pero con gran capacidad de asimilación de bagajes culturales, incorpora en su estructura cerebral los elementos propios de su cultura (conocimientos, valores, normas, etc.) conformando una personalidad social coherente en términos generales con su entorno.
La cultura que el individuo aprende e interioriza condiciona aspectos muy variados de su comportamiento: sus gustos, sus necesidades, la forma de andar e incluso sus gestos. Aprende igualmente las emociones, a canalizarlas y expresarlas de acuerdo con su cultura. Asimila formas de racionalizar lo que le rodea, de incrementar su memoria y sus demás capacidades intelectuales.
La socialización es un proceso que dura toda la vida, con mayor intensidad en unas épocas que en otras va asimilando cuál es el comportamiento más indicado a sus circunstancias y a su momento vital; en este sentido, no sólo aprende cosas nuevas, también se desprende comportamientos, actitudes, valores, etc., que dejan de ser adaptativos y bien vistos socialmente por razón de su edad o su situación social actuales.
La socialización es, pues, algo omnipresente en la vida humana, vivimos inmersos en la cultura, estamos empapados de ella y actuamos de acuerdo con sus pautas, al hacerlo reproducimos las pautas de relación existentes, otorgándoles perdurabilidad y permanencia, consolidando la estructura social.
Un ejemplo bien visible es la construcción social del género, más allá de las diferencias físicas entre sexos, las características diferenciadoras son aprendidas, el género, a diferencia del sexo, es aprendido. Aún hoy esto es perfectamente visible en muchas culturas y en la nuestra es también apreciable. El rol de subordinación de la mujer al hombre, la separación de tareas, la diferenciación de capacidades supuestamente de naturaleza masculina y femenina, daban la idea de que la feminidad o la masculinidad eran algo consustancial a la especie, esto es, que pertenecía al dominio de los hechos naturales, cuando realmente se correspondía con una socialización diferenciadora (diferencial).
Otro ejemplo lo encontramos si retomamos la cuestión de las subculturas, durante muchos años se creyó que los comportamientos desviados tenían una base biológica, los delincuentes eran seres que presentaban taras que les inducían a saltarse las reglas de convivencia. Pues bien, podemos encontrarnos, como hemos visto, con acciones desviadas según los estándares de la cultura general, que sin embargo son entendidas como normales y adaptativas en otros contextos culturales.
La dimensión básica de la socialización es lo social.
Cultura y sociedad se entrelazan en este proceso, y los resultados son visibles no sólo en los individuos sino en el conjunto, cuando hablamos de sociedades o culturas más o menos tolerantes o más o menos ricas estéticamente o más o menos conflictivas, nos estamos refiriendo a resultados concretos de la socialización en tales culturas y sistemas sociales.
En cualquier caso, lo que una persona es o hace no está determinado por la cultura, sí condicionado, en el sentido de que, como señaló T. Parsons, el que prestemos más atención a los hechos o a los individuos, nos dejemos llevar más o menos por la pasión, u orientemos más nuestras acciones al bien privado o al común, son cuestiones que están presentes en nuestra cultura y que orientan nuestras acciones. Las respuestas que damos a las acciones de otras personas y las consecuencias que, pensamos, tiene el actuar de una forma u otra influyen, pero no determinan, en nuestro comportamiento. Existe un innegable elemento volitivo; esto es, la voluntad de los sujetos juega un papel esencial, lógicamente mayor cuanto más amplio sea su ámbito de discrecionalidad, pero la capacidad de elección nunca debe ser desdeñada, si pretendemos justamente otorgar la dimensión de sujeto y no de mero objeto o máquina, al ser humano.
En su espléndido libro sobre la situación y cultura de los niños de la calle brasileños, Ricardo Lucchini nos muestra cómo existe un margen de decisión, a pesar de las extremas condiciones externas en que viven estos niños y del altísimo grado de ambivalencia moral que soportan en algunos aspectos (en otros prevalece claramente un código desviado). En su trabajo ofrece numerosos ejemplos sobre toma de decisiones aun dentro de ese escaso ámbito de discrecionalidad; por ejemplo, entre obedecer a su madre y ayudarla en las tareas de la casa mientras ella sale a trabajar u optar por la calle y sus indudables atractivos.